6 de diciembre de 2010

Estado, Revolución y Cultura II

A lomos del caballo de la Historia, la Revolución sigue tirando balazo.
Le toca a María Teresa Rodríguez continuar la reflexión sobre nuestra memoria a debate y los herederos de la causa...

María Teresa Rodríguez es antropóloga, investigadora del CIESAS-Golfo desde 1994. Ha publicado libros y artículos diversos sobre cosmovisión, procesos rituales y organización social en contextos indígenas, especialmente nahuas y mazatecos. Le agradecemos el que nos haya acompañado a pensar sobre este centenario y esperamos volver a encontrarla por este blog.

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Pesa en nosotros el pasado y el futuro
Duerme en nosotros el presente…

Fernando Pessoa. Elegía en la sombra


A muchos mexicanos la revolución no les hizo justicia. Una incierta nostalgia tiñe de entrañable lo que se quedó atrás y se opone a un futuro impredecible. El camino hacia delante se desmorona y el horizonte de progreso se torna borroso ante una incertidumbre cada día más aguda. Los símbolos nacionales y las gestas heroicas parecieran ser la antítesis de las contradicciones que operan al interior del país, y vuelven anquilosados los discursos de los políticos acerca de los logros revolucionarios.

¿Qué fue del proyecto nacional del México postrevolucionario? La revolución mexicana es un capítulo de nuestra historia, un referente trasnochado, parte de esa construcción histórica que pretende dar cuerpo a una identidad nacional, a partir de un corpus abstracto. Tal vez es, en parte, el ritmo acelerado impuesto por las corrientes de la globalización lo que nos impide detenernos a mirar detenidamente a los sectores más pobres que aún viven en el rezago y la marginación.

Las interrogantes inevitables son: ¿Quiénes integran esa comunidad con la que los hechos históricos tendrían que estar ligados? ¿Es la historia una cuestión de interés y debate público? ¿O se trata más bien de representaciones construidas a través de un proceso que ha respondido a los intereses de las clases en el poder?

La revolución es, sin duda, uno de los más importantes referentes de nuestra historia como nación. Sin embargo, la nación, como representación de la colectividad tiene fisuras, huecos… hay una "falta de presencia dada o consumada"(1), lo representado no es, nunca está: ¿A qué refiere esa comunidad preconcebida y abstracta?, ¿A quién nombran los símbolos nacionales?

Si observamos la compleja y diversa realidad cotidiana no podemos dejar de preguntarnos acerca de quienes son los protagonistas y herederos de “nuestra historia”, a quiénes representa, cuáles son las verdades, los ideales que pueden extraerse de nuestra construcción del pasado y cómo se vinculan –si es que lo hacen— con nuestra disímil realidad nacional.

Como han subrayado historiadores y antropólogos, el discurso nacionalista abunda en exaltaciones a las glorias pasadas de las nuestras culturas milenarias, pero no explica qué lugar tienen en ella los herederos de aquellas culturas. En este discurso, los indios precolombinos son presentados como personajes valientes y nobles, como figuras radicalmente distintas de los indígenas de hoy, muchos de los cuales transitan por las ciudades en el sector informal o buscan un mejor modo de vida atravesando la frontera norte.

Es quizás por ello que en determinados contextos, las élites indígenas se han identificado como herederos directos de las culturas prehispánicas de la mitología nacional, con el fin de conseguir cierta visibilidad frente a los sectores gobernantes y de ese modo lograr un trato preferencial. De esta forma han surgido procesos de reelaboración selectiva de tradiciones locales, con el fin de lograr posicionamientos más alentadores en las relaciones frente al estado, e incluso frente al mercado. Este tipo de elaboraciones implica la existencia de representantes e intelectuales capaces de hablar en nombre del resto frente a funcionarios, políticos, turistas e incluso frente a los mass media. Nos encontramos pues frente a sectores indígenas que enarbolan el orgullo étnico como una de las vías de acceso a la modernidad, retomando marcadores como la lengua y las producciones artísticas vernáculas para insertarse en el mundo global. Este tipo de inserción responde tanto de las adaptaciones estratégicas al contexto mundial, como a la ausencia del paternalismo de estado y la falta de confianza en las instituciones gubernamentales.

Estas nuevas formas de participación expresan un manejo de “las tradiciones” locales, con base en las necesidades y desafíos del presente, y reflejan al mismo tiempo una concepción que se ha despojado del peso de la tradición en tanto dispositivos de control comunitario. Tienen razón, sin duda, los antropólogos que han apuntado que el ejercicio de la identidad étnica debe interpretarse como un esfuerzo grupal para lograr la supervivencia social. El surgimiento de nuevas y diversas formas de expresión y de organización evidencia que los pueblos indígenas -frente a los imperativos de supervivencia- han construido discursos que conjugan posiciones tradicionalistas, con ideologías de progreso y orgullo étnico. Sin embargo, en muchos casos, mientras que las reivindicaciones étnicas son abanderadas por los sectores indígenas en ascenso, los más marginados aspiran a salir de las condiciones de alienación que genera el estigma de ser culturalmente diferentes.

Pareciera pues que el fenómeno de lo nacional, lo considerado representativo de esa colectividad que se imagina mexicana, es un proceso que se sustenta en la enunciación de la alteridad. Por supuesto, esa enunciación no alcanza a contener a su referente inicial –lo representado no es—, condiciona la mirada, la sujeta a los límites del lenguaje. La alteridad se reduce a aquello que es posible decir y por lo tanto imaginar. El indígena pasa entonces a formar parte de una semántica de lo moderno y lo nacional.

La Revolución es para muchos un episodio borroso, evocado en los libros de historia y en las fotografías color sepia que decoran algunas oficinas y cafés. No todos, quizás pocos de los parroquianos que contemplan esas fotos recuerdan o saben que existen muchos rincones de este suelo donde aún se muele en metate, se cocina en fogón y se duerme junto a las brazas para pasar la noches de invierno en el desierto o en la montaña.

Pero los indios mexicanos lucen bien en los promocionales turísticos. El turista extranjero sabe que aquí encontrará pueblos pintorescos, pirámides y joyas arqueológicas, muestras de nuestro pasado imperial; además de danzas y festivales que son como estanterías de folklore, todo concentrado y al alcance de la mano. Sin embargo, la realidad del mexicano del siglo XXI salta a la cara cuando leemos sobre los millones de pobres que la alternancia política no ha sabido resolver, de los miles que viven lejos del terruño, atrás de la línea, buscando la seguridad y estabilidad que aquí no encontraron.

Nos corresponde por ello, realizar ahora un recuento histórico acerca de las ideologías nacionalistas fincadas en momentos clave de nuestro pasado, en el tiempo presente de este país que tiene aún muchos rezagos y cuentas pendientes. Nos corresponde igualmente ceder la palabra, dejar que el otro hable y se integre al ámbito de lo público como presencia activa: pugnar por el derecho a la auto-representación y participación en la construcción del presente y el futuro.

(1)NANCY, Jean-Luc. La representación prohibida: Nómadas, Argentina, 2007, p. 37.

2 comentarios:

Miguel Sánchez dijo...

Leí el post, me gustó aunque creo que se podía llegar más lejos con la reflexión, pero me dejó pensando en lo triste que es saber que somos bastantes los que cargamos ese sentír y ni así somos los suficientes para conseguir que se genere un cambio...

oscar hernandez dijo...

La reflexión es inteligente y acertada: ser indígena hoy puede ser, entre otras muchas cosas, una estrategia para la sobrevivencia. Pero es también una forma inevitable de ser. La aspiración está cabalmente expresada: libertad y una vida digna. Conseguirlo es trabajo de todos.